domingo, 9 de enero de 2011

Medir la educación es posible y útil

A comienzos de enero, Chile pasa por el trámite de las pruebas de selección universitaria (PSU), las cuales por un lado, permiten a las distintas universidades seleccionar a sus estudiantes y, por otro lado, hacen posible evaluar la calidad de los colegios secundarios y juzgar el estado de la educación en el país. En la Argentina no existe nada parecido. Hace décadas, decidimos que nadie ni nada debe ser evaluado en nuestro país, que la calidad no importa. Ahora, hasta cuestionamos el indicador internacional PISA; el mundo entero lo considera aceptable y confiable, nosotros no. Ningún indicador es perfecto, ni siquiera el PISA, desde luego. Tampoco parece perfecto el PSU chileno; pero es mejor que nada. Los indicadores son un camino para medir aspectos de la realidad, no la realidad misma. Si las cosas andan mal no es por los instrumentos para medirla; con o sin ellos, seguirán mal hasta que se haga algo para mejorarlas.

Un aspecto llamativo del PSU chileno, que se da a conocer en enero y mide el desempeño de todos los estudiantes del ciclo secundario del país, es la cobertura de prensa que recibe, produciendo un debate generalizado en la sociedad. Ninguna compilación estadística, ninguna encuesta electoral recibe, en ninguna parte del mundo –ni en Chile– la cobertura que se presta al PSU: varias páginas enteras de todos los medios de prensa durante varios días. La información es analizada en términos de atributos demográficos, socio económicos, regionales y por tipos de colegios. Todo el mundo tiene acceso a una profusión de información realmente notable. Los déficits de la educación en su conjunto saltan a la vista, así como los déficits sociales que determinan desigualdades en la vida de las personas. Esos parámetros son materia de amplia discusión. El resultado es que en Chile no sólo las universidades se alimentan de esa información para su propio uso, también las familias disponen de información para decidir sobre la educación de sus hijos; y el gobierno dispone de insumos para su política educacional que son transparentes y públicos –lo que, por cierto, contribuye además, a que en la sociedad puedan juzgarse las políticas públicas con mayores fundamentos–.

La educación en Chile está lejos de ser óptima, pero toda la sociedad dispone de información para mejorarla y resulta posible establecer cuán lejos se está del óptimo y cuánto la situación ha cambiado cada año. Es posible, por ejemplo, cuantificar la distancia entre el nivel medio de aptitudes intelectuales de un chileno y el de un finlandés. Estos días, la prensa chilena se hace eco de preocupaciones por el fuerte rezago de las escuelas estatales frente a las privadas, y por la situación de miles de jóvenes que pueden ver dificultado el acceso a las universidades –al menos, a las buenas– o la posibilidad de un plan de ayuda financiera para costear sus estudios.

La Argentina parece sufrir una fijación con los métodos de medición –es decir, con los diagnósticos–. Con el argumento de que los índices no son perfectos, nos negamos a reconocer cuál es el nivel de inflación, la calidad de nuestra educación por comparación con la de otros países… pronto podremos estar decidiendo que el producto nacional es medido con indicadores imperfectos y, por lo tanto, no será posible determinar cuán ricos, o cuán pobres, somos por relación al resto del mundo. El resultado no puede ser otro que el que es: al no haber diagnóstico cierto, no hay manera de establecer objetivos y programas para mejorar.

De hecho, somos desde hace unos setenta años, un país que declina en casi cualquier atributo que se tome en cuenta. Elegimos no mirar lo que nos sucede.

En la Argentina la educación no mejora porque no tenemos nada parecido al PSU chileno ni queremos tenerlo. Despreciamos los métodos disponibles. No queremos que se instale un debate público, abierto, sobre la realidad. El hecho decisivo es que vamos para atrás, no importa como lo midamos, no importa si lo medimos o no. No habrá método alguno que pueda decir otra cosa. No es motivo de orgullo que rehusemos medir cómo estamos y que no queramos debatir al respecto.

Por Manuel Mora y Araujo | 08.01.2011

sábado, 8 de enero de 2011

La cruzada de la educación

En un aula lejana, un profesor se cansó. Se cansó de que sus alum nos durmieran en clase. Y decidió salir de su propio sueño aburrido para despertarlos. Y apagó entonces la luz. Y se hizo una nueva luz. La luz de la tecnología. Promovió Internet en las aulas. Y entendió cómo una buena película puede servir para dar una clase. Y solicitó a las autoridades que instalaran un DVD y un cañón. Que lo hicieron gustosas. Y su escuela fue creciendo en los ra nkings, y en la reputación pública: por su Wi-Fi ilimitado, sus pantallas gigantes y sus infinitos recursos electrónicos. Y, lo más importante, la posibilidad de que los alumnos pudieran conectar sus laptops en clase. Así podrían bajar en el acto el caso que el profesor citara, conseguir la ley relevante, leer la biografía del intelectual ilustrado por el profesor, mirar el mapa en cuestión, informar sobre la temperatura en Antártica y consultar Wikipedia. En un aula lejana, un alumno se cansó. Se cansó de la tecnología de su profesor. Y aprovechó para su provecho la tecnología puesta a su disposición para otra cosa. E ignoró al profesor, que mientras tanto seguía, feliz, mirando la pantalla principal. Y el alumno miró la pantalla de su propia laptop , y encontró otras películas, su correo electrónico, YouTube, Twitter, Facebook y su diario favorito; y otras muchas cosas que le dio vergüenza mirar en clase; por si el compañero de atrás... Y cada tanto, con sofisticada cortesía, miraba a su profesor por encima del monitor de su laptop , justo cuando el profesor volteaba su mirada de la pantalla principal hacia los alumnos. Y el Ministerio de Educación celebraba muy contento, porque ahora tenemos Internet en las Aulas y estamos en el Primer Mundo. Y Bill Gates celebraba; y por una vez brindaba con Steve Jobs; y el magnate Nicholas Negroponte, que regala computadoras a todo el mundo, incluida la Argentina. En un aula cercana, un profesor se dio cuenta. Se dio cuenta de la cruda verdad. Fue un día perverso en que una alumna se le acercó después de clase (ella había mirado un capítulo de Friends durante esa clase, pero eso él no lo sospechaba todavía). Y le pidió, con sonrisa radiante, al profesor, si le podía prestar los hermosos slides que ella no había mirado durante la clase (pero eso no se lo confesó). Para poder repasar para el examen, le explicó. Y el profesor entró en pánico. Mis derechos de autor, pensó; qué dirán los alumnos en las malditas encuestas si me niego, pensó. Y con otra sonrisa radiante, y tan falsa, entregó sus slides , que rápidamente llegaron al resto de los compañeros, agradecidos ahora al profesor que les facilitaba seguir aprovechando las nuevas tecnologías disponibles en el aula. Hasta que un día el profesor regresó; y, como era en el principio, miró a los alumnos a los ojos; y les habló verdades, con voz seductora; y se empezó a convertir en un maestro como ese al que le pasaba cuando enseñaba en la sinagoga, que "todos los ojos estaban fijos en El". Y, de a poco y con esfuerzo, los alumnos se convirtieron, primero, en estudiantes y, algunos, con el tiempo, en discípulos. Y volvió la paz a las aulas, y empezó una nueva guerra: la única que vale la pena: la de la Educación. © La Nacion

Santiago Legarre

El autor es profesor de Derecho Constitucional en la UCA e investigador del Conicet

jueves, 6 de enero de 2011

Lo que Sarmiento nos diría hoy

¿Qué podría decirnos Sarmiento en estos días, cuando próximamente habrán de cumplirse 200 años desde que nació en San Juan, el 15 de febrero de 1811?
Al historiador le cuesta proyectar hacia el presente los rasgos de una trayectoria inscripta en el pasado. No es tarea propia de un oficio que mira con sospecha la intención de manipular esos hallazgos con el objeto de intervenir en los combates políticos del presente.
Sin embargo, hay personajes que, en medio de las pasiones de sus circunstancias (las propias, terribles, y las ajenas, no menos cruentas), entrevieron algunos rasgos de la buena sociedad, dignos de trascender más allá de aquellas vicisitudes. Apetito de futuro, se dirá tal vez con nostalgia.
En todo caso, es posible que la silueta de Sarmiento se ponga nuevamente de pie como un signo de las contradicciones argentinas, de sus conflictos y armonías, como él gustaba llamarlas, y del significado que en Iberoamérica adquiere nuestra larga y tantas veces penosa aventura republicana.
Sarmiento quería a la república como un objeto capaz de ser poseído. Más que una forma de gobierno y un orden estatal (monopolio de la violencia que, cuando le tocó en suerte, impuso contra viento y marea), la república era para ese "ser enorme de asociación y sentimientos comunes, ensanchó el perímetro de las ciudades. La población, al cabo, se concentró.
Antaño, la miseria espiritual y material -tal el significado último del polémico concepto de barbarie- se prodigaba fuera de las ciudades. Ahora, en cambio, esa matriz de la exclusión coexiste en un mismo recinto urbano con quienes adquieren propiedad, ascienden en la escala social y conservan esos derechos adquiridos. Un cuadro que suma resentimientos y ánimo belicoso.
En este sentido, Sarmiento tuvo el golpe de genio de entender la historia como una disciplina devota del análisis de los cortes verticales que van escindiendo las sociedades. José Luis Romero llamó a esta operación apta para revelar estratos sociales que no se quieren ver, "historia en profundidad", vale decir: el arte de auscultar lo que está en ebullición y sube hacia la superficie en la forma de estallidos sociales y demandas, por ejemplo, de tierra y propiedad.
Sarmiento no soportaba los latifundios improductivos y la mala distribución de la tierra en anchas zonas del país: ¿qué diría ahora ante esta nueva configuración del conflicto social que pone sobre la mesa de la agenda pública la cuestión de cómo favorecer el acceso a la propiedad de la tierra urbana? Asunto mayúsculo, sin duda, en torno al cual las demoras son tan lacerantes como aquellas que atañen a la educación, a los cuellos de botella en la infraestructura y a la inversión destinada a proveer empleo.
A estas repuestas nos convoca Sarmiento en un año en el que las tensiones electorales no deberían hacer caso omiso a ese acuciante repertorio de problemas de Estado, común por lo demás a toda la ciudadanía. Sus interrogantes siguen pues abiertos.

Natalio Botana

miércoles, 5 de enero de 2011

El Jefe

En todas las oficinas estatales o privadas, grandes o chicas de nuestro país, hay un gran tema que predomina sobre los otros: el jefe. La gente padece años de amargura, resentimiento y pesar a causa del jefe.
Hoy día, las compañías son multinacionales, o se manejan "en red", o pertenecen a "conglomerados", "multimedios", "transnacionales", " trusts ", y otras denominaciones que en el fondo significan la misma cosa: no hay un dueño. No existe "el patrón". No se nos aparece como persona sino como entelequia: es la patronal, la sociedad, el multi, la empresa, o simplemente "nosotros". Todo ha cambiado desde los tiempos de Henry Ford, el señor Gillette, el Sr. Krupp y otros patrones legendarios. Ahora, se trata de grandes redes multinacionales donde el paquete mayoritario puede estar en manos de un saudita, un venezolano o un sueco. O los tres juntos.
El caso es que, en nuestro trabajo, convivimos, codo a codo, todos los laburantes. Desde el ingeniero de sistemas hasta el chofer. Todos somos trabajadores, con las diferentes remuneraciones que corresponden a cada empleo.
Entre estos laburantes y el "patrón" -que brilla por su ausencia- se alza hoy la figura dominante del Jefe.
¿Qué es un Jefe?
En principio, una persona de la cual depende nuestra continuidad laboral. No podemos dialogar con el patrón, porque no es una persona. Tampoco contamos con el apoyo del sindicato porque -por algún motivo- no se ocupa de nuestros asuntos. De manera que nuestro diálogo se desarrolla, día a día y hora a hora, con el Jefe.
El Jefe es un personaje que está en su cargo porque no sabe trabajar, sino solamente mandar.
Dentro de las empresas donde se desarrolla el trabajo humano, vemos por ejemplo que el laburante Pérez se destaca como pintor de zócalos, y allí lo tenemos, con el pincel en la mano, ejerciendo el oficio para el que nació. En cambio, el laburante García sabe moler el trigo para hacer harina, de modo que se lo conchaba de molinero. El laburante Fernández es forzudo, capaz de levantar grandes pesos. Lo ponen de changador. Y la señorita González, bonita y educada, se ocupa de atender al público, como corresponde. Todo tiene una lógica. En cambio el Jefe: ¿Qué sabe hacer? Nada en particular. Perfecto, Queda a cargo de todo en general.
Allí tenemos a un mediocre con poder: la fórmula del Apocalipsis.
Lo establece un viejo refrán criollo: "El que sabe, sabe; y el que no sabe, es jefe".
El Jefe tiene la función exclusiva de vigilar a los que trabajan. Su arte consiste en interponerse. Su función es ser obstáculo: para trabajar hay que vencer su resistencia. Opiniones, discusiones, prelaciones, inconvenientes, objeciones, desafíos. El Jefe escupe cada día el asado de aquellos que le dan de comer: los trabajadores. Ante todo necesita demostrar carácter, hacerse notar: de ese modo los patrones sabrán que está "ejerciendo su autoridad". Y los trabajadores comprenderán que no pueden hacer nada sin su aprobación. Entonces se dedica a torcer la voluntad, a doblar la cerviz de sus súbditos. Si el pintor de zócalos está mojando el pincel en pintura "blanco tiza", le ordena cambiar inmediatamente por "blanco crema".
Trabaja, naturalmente, con el odio, la envidia, la conspiración. Se trata, en definitiva, de un psicópata con jinetas de coronel. Pero él también lucha por su supervivencia: sin los conflictos y temores que genera constantemente, los patrones descubrirían que los trabajadores tienen talento. Que hacen bien su trabajo. Que no necesitan del Jefe, sobre todo si el Jefe ignora todo en materia de galletitas, pinturas, pirulines, rulemanes, neumáticos o lo que sea que produce la empresa. Y el día que los patrones descubran esto, miles de jefes inútiles irán a parar a la calle. Consecuencia: más desocupación, más hambre, más niños a la intemperie.
En el oficio de Jefe, la autoestima es vital. El ego de nuestro hombre crece cada vez que puede complicar el humilde trabajo del albañil: este ladrillo está mal colocado, la empresa no autoriza este tipo de cemento, mañana debés presentarte a las 5 de la mañana, media hora antes, sí o sí. De lo contrario, "tendremos que despedirte". Porque el Jefe usa el "nosotros", asumiendo la representación de los patrones (lejanos, extranjeros o ausentes) para sentirse poderoso. Aunque, en el fondo, no sea más que un simple asalariado, adora encarnar la voz de los poderosos.
Estos últimos son unos señores que hablan con él, a solas y en secreto, en afelpadas oficinas donde sólo entra cierta gente. De esta manera, el Jefe se siente parecido a Aristóteles Onassis, a Ted Turner, a Flavio Briatore.
Si no hay conflictos entre los trabajadores y la patronal, el jefe debe inventarlos. Horas de trabajo, días de vacaciones, porcentajes de aumento, pesos, dólares, servicios médicos, invitaciones a la Convención o a la Fiesta Grande: todo sirve para provocar un conflicto, cuando interviene el Jefe, melifluo intermediario entre los patrones prófugos y los trabajadores mortificados.
El destino de los jefes se parece al de los cabos. En tiempos de la "colimba", unos pobres diablos a los que podríamos llamar el cabo Leiva, el sargento Vega, el cabo Sosa, martirizaban diariamente a los pobres soldados. Los hacían "bailar" hasta la extenuación o la internación: salto de rana, cuerpo a tierra, marcha en el lugar, entre otros. ¿Para qué? Para gozar de sus quince minutos de poder. Era un placer irresistible.
Muchos colimbas juraron venganza contra el cabo Leiva. Y algunos lo agarraron a la salida del subte -una vez liberados del servicio militar- y lo molieron a trompadas. La paliza, en realidad, no alcanzó a compensar los malos días que el soldado había vivido. Apenas sirvió como un desahogo, largamente esperado.
Son cosas de la vida. Todo se puede hacer en la existencia, menos evitar las consecuencias.
Seguramente, esta tendencia de la economía moderna hacia lo impersonal, que algunos definen como la "desaparición de la raza de los empresarios", tiene sus excepciones. En el mundo existen George Soros, Warren Buffett, Bill Gates, y en la Argentina los Eduardo Constantini o Gustavo Grobocopatel. Pero en un universo económico sin patrones visibles, siempre serán protagonistas los pequeños tiranos de oficina.
Una de las características más inquietantes del Jefe es cierta tendencia a la delación y las prácticas extorsivas. Frente a los patrones (siempre ocultos) el jefe explica que González es un haragán, que la chica García se acuesta con cualquiera, y que Pérez se enferma más de la cuenta. Nunca dice la verdad verdadera, ya que los verdaderos pillos que se aprovechan de un trabajo estable y legal son, en realidad, sus amigotes. Sus cómplices.
El Jefe comete todas las ilegalidades, todas las transgresiones, todas las trampas, todos los entuertos. Amenaza, presiona, induce favores indebidos y, si puede, se acuesta con la empleada temerosa. Una pobre chica soltera, con dos hijos. Posteriormente, el jefe contará su hazaña, entre guiños y risotadas. Este hombre carece del interés que guía a los patrones. No busca el lucro (motivación normal de un empresario) sólo quiere estrangular al indefenso. En pocas palabras: le interesa demostrar que los demás son unos miserables, porque envidia al cocinero que ama sus cacerolas, a la mucama que seca los platos uno por uno, amorosamente. En pocas palabras, a todos los trabajadores que saben su oficio, que gozan ejerciéndolo y que tienen talento. Detalle insoportable.
Le gusta creer, entonces, y sobre todo difundir por los pasillos, que las mujeres se van a la cama con cualquiera por cuatro pesos, y que todos los tipos son unos ladronzuelos.
En el mundo moderno, el Jefe es nuestro amo, y eso habla mal de nosotros. Las grandes compañías que manejan todas las cosas, aquí, en España, en Rusia, en los Estados Unidos, en Suecia, no tienen cabeza visible. Son entes anónimos. ¡Y ni qué hablar de las organizaciones que sólo persiguen el bien de la humanidad, como Greenpeace o WikiLeaks! Son campeonas del anonimato y el escondite.
Una vez que el Jefe realiza todos los disparates que le vienen a la cabeza, la empresa (sea una aceitera, un club de fútbol, un país o una productora de cine) va inexorablemente a la quiebra. Las cosas se hacen mal, y el quebranto es inevitable por una cuestión de ineptitud. Cuando los patrones se enteran, ya es demasiado tarde.
Al final de la película, la patronal debe pagar millones para nivelar las deudas ocasionadas por el Jefe "de toda confianza". Llegan los liquidadores, los síndicos, los abogados, los procuradores, los espías y los fiscales. Interviene la Justicia, cuando todo pudo haber sido más fácil, si el Jefe no metía la cuchara de sus perversiones.
Finalmente, la empresa se vende, dejando a todos los honestos trabajadores en la calle.
¿Y quién llega a mandar? ¡Un nuevo jefe! Tan ignorante como el anterior, tan enfermo como el de antes, e incluso, frecuentemente...¡Es la misma persona que provocó la quiebra!
Así va creciendo la riqueza del mundo.
Así se generan las burbujas, que después estallan, y sobre la misma orla del estallido llegan los cerebros del FMI a explicar lo que pasó, por qué pasó, y cómo evitarlo la próxima vez. Ahí, en el prestigioso Fondo, tenemos un buen ejemplo: una congregación de grandes jefes, sin un patrón que vigile la caja. En todo caso, los patrones son nada menos que... todos los países del mundo.
Escuchemos, pues, a los Jefes.

Por Rolando Hanglin

domingo, 2 de enero de 2011

El discreto encanto de la democracia

La democracia, ¿puede ser inspiradora para los argentinos? ¿Es capaz de despertar aún nuestras mejores ilusiones políticas? Los sucesos de este año parecerían indicar que sólo cuando brilla por su ausencia, la democracia republicana resulta idealizable. Cuando se afirma, cuando opera, invita a dejar de lado todo romanticismo, toda referencia a una pasión inspiradora. En la medida en que propone la mesura, en la medida en que privilegia los consensos, se aleja del arrebatamiento, de la exaltación, del extremismo ideológico en el que incurren las convicciones intransigentes.
La democracia republicana es, por un lado, un régimen basado en la sospecha; por otro, y en la misma medida, en la reivindicación de la ley. Como régimen basado en la sospecha entiende que el hombre, librado a sus impulsos, propende siempre a la desmesura. Es aquí donde irrumpe la ley. La ley viene a acotar la tentación del desenfreno y a castigar su apego a él. En consecuencia: ¿qué fervores románticos puede despertar un régimen que no idealiza al hombre, que no llama a la redención final y condena la santificación de la violencia mientras reivindica su incesante y siempre insuficiente perfeccionamiento? ¿Qué idealización puede merecer un régimen que privilegia los deberes de la investidura por sobre la inspirada potencia del hombre providencial?
La atracción que ejercen los liderazgos fuertes, personalistas y caudillescos consiste en que permite creer, a quienes lo necesitan, en alguien que estaría liberado de la necesidad de aprender y llamado por eso a desplegar un magisterio de excepción que no demanda de los demás otra cosa que obediencia. El líder, el conductor, es el que sabe. Acatar sus designios con devota subordinación sólo es posible en la medida en que - como escribe Freud - su figura sea objeto de una férrea idealización. La superior inspiración que se le atribuye justifica el derecho a la transgresión de la ley. Provee, adicionalmente, el alivio de verse liberado de la necesidad de la crítica y de los infortunios de la autocrítica. Brinda, en una palabra, el éxtasis de la certeza.
La democracia republicana, en cambio, no estimula el romanticismo. Al optar por el control recíproco entre los poderes que la conforman, opta por el equilibrio, busca el tono agrisado de los acuerdos y no los fulgores arrebatados de la unilateralidad. Le otorga al otro, al que no piensa como uno, un reconocimiento y una función indispensables en la construcción de la legitimidad. Rehúye, en suma, la apología del yo y llama a la convivencia.
No creo que sea posible enamorarnos de la ley. Pero sí lo es el reconocimiento de su necesidad. Las Tablas que dieron celebridad a Moisés suponen la previa existencia comunitaria de todos los abusos y transgresiones que ellas condenan. En la medida en que respeta la ley, la democracia republicana mantiene viva la memoria de los fracasos previos que recomendaron su empleo tanto como la conciencia de que es posible volver a caer en ellos. Porque se sabe débil, no incurre nunca en su autoidealización. Es insomne. Su vigilia es perpetua. Aspira a eludir la celada con que la tienta la serpiente del Génesis, ésa que asegura que está a nuestro alcance obrar como dioses inspirados.

Santiago Kovadloff