miércoles, 5 de enero de 2011

El Jefe

En todas las oficinas estatales o privadas, grandes o chicas de nuestro país, hay un gran tema que predomina sobre los otros: el jefe. La gente padece años de amargura, resentimiento y pesar a causa del jefe.
Hoy día, las compañías son multinacionales, o se manejan "en red", o pertenecen a "conglomerados", "multimedios", "transnacionales", " trusts ", y otras denominaciones que en el fondo significan la misma cosa: no hay un dueño. No existe "el patrón". No se nos aparece como persona sino como entelequia: es la patronal, la sociedad, el multi, la empresa, o simplemente "nosotros". Todo ha cambiado desde los tiempos de Henry Ford, el señor Gillette, el Sr. Krupp y otros patrones legendarios. Ahora, se trata de grandes redes multinacionales donde el paquete mayoritario puede estar en manos de un saudita, un venezolano o un sueco. O los tres juntos.
El caso es que, en nuestro trabajo, convivimos, codo a codo, todos los laburantes. Desde el ingeniero de sistemas hasta el chofer. Todos somos trabajadores, con las diferentes remuneraciones que corresponden a cada empleo.
Entre estos laburantes y el "patrón" -que brilla por su ausencia- se alza hoy la figura dominante del Jefe.
¿Qué es un Jefe?
En principio, una persona de la cual depende nuestra continuidad laboral. No podemos dialogar con el patrón, porque no es una persona. Tampoco contamos con el apoyo del sindicato porque -por algún motivo- no se ocupa de nuestros asuntos. De manera que nuestro diálogo se desarrolla, día a día y hora a hora, con el Jefe.
El Jefe es un personaje que está en su cargo porque no sabe trabajar, sino solamente mandar.
Dentro de las empresas donde se desarrolla el trabajo humano, vemos por ejemplo que el laburante Pérez se destaca como pintor de zócalos, y allí lo tenemos, con el pincel en la mano, ejerciendo el oficio para el que nació. En cambio, el laburante García sabe moler el trigo para hacer harina, de modo que se lo conchaba de molinero. El laburante Fernández es forzudo, capaz de levantar grandes pesos. Lo ponen de changador. Y la señorita González, bonita y educada, se ocupa de atender al público, como corresponde. Todo tiene una lógica. En cambio el Jefe: ¿Qué sabe hacer? Nada en particular. Perfecto, Queda a cargo de todo en general.
Allí tenemos a un mediocre con poder: la fórmula del Apocalipsis.
Lo establece un viejo refrán criollo: "El que sabe, sabe; y el que no sabe, es jefe".
El Jefe tiene la función exclusiva de vigilar a los que trabajan. Su arte consiste en interponerse. Su función es ser obstáculo: para trabajar hay que vencer su resistencia. Opiniones, discusiones, prelaciones, inconvenientes, objeciones, desafíos. El Jefe escupe cada día el asado de aquellos que le dan de comer: los trabajadores. Ante todo necesita demostrar carácter, hacerse notar: de ese modo los patrones sabrán que está "ejerciendo su autoridad". Y los trabajadores comprenderán que no pueden hacer nada sin su aprobación. Entonces se dedica a torcer la voluntad, a doblar la cerviz de sus súbditos. Si el pintor de zócalos está mojando el pincel en pintura "blanco tiza", le ordena cambiar inmediatamente por "blanco crema".
Trabaja, naturalmente, con el odio, la envidia, la conspiración. Se trata, en definitiva, de un psicópata con jinetas de coronel. Pero él también lucha por su supervivencia: sin los conflictos y temores que genera constantemente, los patrones descubrirían que los trabajadores tienen talento. Que hacen bien su trabajo. Que no necesitan del Jefe, sobre todo si el Jefe ignora todo en materia de galletitas, pinturas, pirulines, rulemanes, neumáticos o lo que sea que produce la empresa. Y el día que los patrones descubran esto, miles de jefes inútiles irán a parar a la calle. Consecuencia: más desocupación, más hambre, más niños a la intemperie.
En el oficio de Jefe, la autoestima es vital. El ego de nuestro hombre crece cada vez que puede complicar el humilde trabajo del albañil: este ladrillo está mal colocado, la empresa no autoriza este tipo de cemento, mañana debés presentarte a las 5 de la mañana, media hora antes, sí o sí. De lo contrario, "tendremos que despedirte". Porque el Jefe usa el "nosotros", asumiendo la representación de los patrones (lejanos, extranjeros o ausentes) para sentirse poderoso. Aunque, en el fondo, no sea más que un simple asalariado, adora encarnar la voz de los poderosos.
Estos últimos son unos señores que hablan con él, a solas y en secreto, en afelpadas oficinas donde sólo entra cierta gente. De esta manera, el Jefe se siente parecido a Aristóteles Onassis, a Ted Turner, a Flavio Briatore.
Si no hay conflictos entre los trabajadores y la patronal, el jefe debe inventarlos. Horas de trabajo, días de vacaciones, porcentajes de aumento, pesos, dólares, servicios médicos, invitaciones a la Convención o a la Fiesta Grande: todo sirve para provocar un conflicto, cuando interviene el Jefe, melifluo intermediario entre los patrones prófugos y los trabajadores mortificados.
El destino de los jefes se parece al de los cabos. En tiempos de la "colimba", unos pobres diablos a los que podríamos llamar el cabo Leiva, el sargento Vega, el cabo Sosa, martirizaban diariamente a los pobres soldados. Los hacían "bailar" hasta la extenuación o la internación: salto de rana, cuerpo a tierra, marcha en el lugar, entre otros. ¿Para qué? Para gozar de sus quince minutos de poder. Era un placer irresistible.
Muchos colimbas juraron venganza contra el cabo Leiva. Y algunos lo agarraron a la salida del subte -una vez liberados del servicio militar- y lo molieron a trompadas. La paliza, en realidad, no alcanzó a compensar los malos días que el soldado había vivido. Apenas sirvió como un desahogo, largamente esperado.
Son cosas de la vida. Todo se puede hacer en la existencia, menos evitar las consecuencias.
Seguramente, esta tendencia de la economía moderna hacia lo impersonal, que algunos definen como la "desaparición de la raza de los empresarios", tiene sus excepciones. En el mundo existen George Soros, Warren Buffett, Bill Gates, y en la Argentina los Eduardo Constantini o Gustavo Grobocopatel. Pero en un universo económico sin patrones visibles, siempre serán protagonistas los pequeños tiranos de oficina.
Una de las características más inquietantes del Jefe es cierta tendencia a la delación y las prácticas extorsivas. Frente a los patrones (siempre ocultos) el jefe explica que González es un haragán, que la chica García se acuesta con cualquiera, y que Pérez se enferma más de la cuenta. Nunca dice la verdad verdadera, ya que los verdaderos pillos que se aprovechan de un trabajo estable y legal son, en realidad, sus amigotes. Sus cómplices.
El Jefe comete todas las ilegalidades, todas las transgresiones, todas las trampas, todos los entuertos. Amenaza, presiona, induce favores indebidos y, si puede, se acuesta con la empleada temerosa. Una pobre chica soltera, con dos hijos. Posteriormente, el jefe contará su hazaña, entre guiños y risotadas. Este hombre carece del interés que guía a los patrones. No busca el lucro (motivación normal de un empresario) sólo quiere estrangular al indefenso. En pocas palabras: le interesa demostrar que los demás son unos miserables, porque envidia al cocinero que ama sus cacerolas, a la mucama que seca los platos uno por uno, amorosamente. En pocas palabras, a todos los trabajadores que saben su oficio, que gozan ejerciéndolo y que tienen talento. Detalle insoportable.
Le gusta creer, entonces, y sobre todo difundir por los pasillos, que las mujeres se van a la cama con cualquiera por cuatro pesos, y que todos los tipos son unos ladronzuelos.
En el mundo moderno, el Jefe es nuestro amo, y eso habla mal de nosotros. Las grandes compañías que manejan todas las cosas, aquí, en España, en Rusia, en los Estados Unidos, en Suecia, no tienen cabeza visible. Son entes anónimos. ¡Y ni qué hablar de las organizaciones que sólo persiguen el bien de la humanidad, como Greenpeace o WikiLeaks! Son campeonas del anonimato y el escondite.
Una vez que el Jefe realiza todos los disparates que le vienen a la cabeza, la empresa (sea una aceitera, un club de fútbol, un país o una productora de cine) va inexorablemente a la quiebra. Las cosas se hacen mal, y el quebranto es inevitable por una cuestión de ineptitud. Cuando los patrones se enteran, ya es demasiado tarde.
Al final de la película, la patronal debe pagar millones para nivelar las deudas ocasionadas por el Jefe "de toda confianza". Llegan los liquidadores, los síndicos, los abogados, los procuradores, los espías y los fiscales. Interviene la Justicia, cuando todo pudo haber sido más fácil, si el Jefe no metía la cuchara de sus perversiones.
Finalmente, la empresa se vende, dejando a todos los honestos trabajadores en la calle.
¿Y quién llega a mandar? ¡Un nuevo jefe! Tan ignorante como el anterior, tan enfermo como el de antes, e incluso, frecuentemente...¡Es la misma persona que provocó la quiebra!
Así va creciendo la riqueza del mundo.
Así se generan las burbujas, que después estallan, y sobre la misma orla del estallido llegan los cerebros del FMI a explicar lo que pasó, por qué pasó, y cómo evitarlo la próxima vez. Ahí, en el prestigioso Fondo, tenemos un buen ejemplo: una congregación de grandes jefes, sin un patrón que vigile la caja. En todo caso, los patrones son nada menos que... todos los países del mundo.
Escuchemos, pues, a los Jefes.

Por Rolando Hanglin

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